El 30 de septiembre de 1999, a las 10.35 de la mañana, Hisashi Ouchi, un operario de la planta nuclear japonesa de Tokaimura, se encontraba con un compañero arrojando polvo de uranio enriquecido en una gran pileta de ácido nítrico, para elaborar combustible para usar en un reactor nuclear.
Algo salió mal mientras realizaban este procedimiento, y un destello azul se disparó de pronto de la tinaja en la que vertían el uranio. Fue el principio del fin. La luminosidad era la manifestación de la fisión nuclear que se estaba produciendo, que provocó una alta emisión de neutrones y rayos gamma, los más letales para la salud humana.
Ouchi, que se encontraba justo sobre la gran tina donde se produjo todo, recibió en su anatomía una radiación miles de veces superior a la dosis media anual que puede soportar cualquier ser humano.
El operario recibió una carga radioactiva similar a la emitida en el epicentro de la explosión atómica de Hiroshima.
Ouchi se desmayó y fue trasladado al hospital de la Universidad de Tokio. Llegó allí con algunas quemaduras que le enrojecieron la piel. Se mantuvo con vida 83 días en el hospital, pero cada jornada era peor que la anterior. La radiación había acabado prácticamente con todos sus glóbulos blancos y la estructura cromosómica se había alterado, por lo que ya sería imposible que se regenerasen las células de su cuerpo.
En el proceso de su agonía, el operario comenzó a perder la piel, por lo que fue sometido, sin éxito, a numerosos injertos. Su hermana donó células madre periféricas para intentar recuperar el sistema inmunológico de Ouchi, pero no funcionó. Poco tiempo después se descubrió que la radiación también estaba destruyendo a las células trasplantadas.
Dolores de todo tipo y dificultad para respirar se sumaban a los demás signos de deterioro constante del joven. Hemorragias internas y pérdida de líquidos corporales a través de la piel, que ya no estaba, hacían su situación cada vez más insostenible. Recibía unas 10 transfusiones sanguíneas por día pero las pérdidas no paraban, incluso, llegó a sangrar por sus ojos.
Los esfuerzos de los médicos en su intentos por mantener con vida al operario se convirtieron para él en una tortura. Ouchi llegó a rogar que ya lo dejaran en paz. “No puedo soportarlo más, no soy un conejillo de Indias”, musitó el hombre, agobiado por la intensidad de los dolores.
Entonces, para paliar sus tormentos, los médicos decidieron poner al paciente en coma inducido. Su cuerpo estaba completamente deshecho, e incluso los músculos comenzaban a despegarse de los huesos cuando, al día número 59 de la internación, Ouchi sufrió tres paros cardíacos en menos de una hora. Pudo mantenerse con vida pero no por mucho tiempo más.
Después de 83 días de sufrimiento extremo y múltiples complicaciones, Ouchi finalmente falleció en diciembre de 1999.
un horrible caso que quedará en la
historia.
Algo salió mal mientras realizaban este procedimiento, y un destello azul se disparó de pronto de la tinaja en la que vertían el uranio. Fue el principio del fin. La luminosidad era la manifestación de la fisión nuclear que se estaba produciendo, que provocó una alta emisión de neutrones y rayos gamma, los más letales para la salud humana.
Ouchi, que se encontraba justo sobre la gran tina donde se produjo todo, recibió en su anatomía una radiación miles de veces superior a la dosis media anual que puede soportar cualquier ser humano.
El operario recibió una carga radioactiva similar a la emitida en el epicentro de la explosión atómica de Hiroshima.
Ouchi se desmayó y fue trasladado al hospital de la Universidad de Tokio. Llegó allí con algunas quemaduras que le enrojecieron la piel. Se mantuvo con vida 83 días en el hospital, pero cada jornada era peor que la anterior. La radiación había acabado prácticamente con todos sus glóbulos blancos y la estructura cromosómica se había alterado, por lo que ya sería imposible que se regenerasen las células de su cuerpo.
En el proceso de su agonía, el operario comenzó a perder la piel, por lo que fue sometido, sin éxito, a numerosos injertos. Su hermana donó células madre periféricas para intentar recuperar el sistema inmunológico de Ouchi, pero no funcionó. Poco tiempo después se descubrió que la radiación también estaba destruyendo a las células trasplantadas.
Dolores de todo tipo y dificultad para respirar se sumaban a los demás signos de deterioro constante del joven. Hemorragias internas y pérdida de líquidos corporales a través de la piel, que ya no estaba, hacían su situación cada vez más insostenible. Recibía unas 10 transfusiones sanguíneas por día pero las pérdidas no paraban, incluso, llegó a sangrar por sus ojos.
Los esfuerzos de los médicos en su intentos por mantener con vida al operario se convirtieron para él en una tortura. Ouchi llegó a rogar que ya lo dejaran en paz. “No puedo soportarlo más, no soy un conejillo de Indias”, musitó el hombre, agobiado por la intensidad de los dolores.
Entonces, para paliar sus tormentos, los médicos decidieron poner al paciente en coma inducido. Su cuerpo estaba completamente deshecho, e incluso los músculos comenzaban a despegarse de los huesos cuando, al día número 59 de la internación, Ouchi sufrió tres paros cardíacos en menos de una hora. Pudo mantenerse con vida pero no por mucho tiempo más.
Después de 83 días de sufrimiento extremo y múltiples complicaciones, Ouchi finalmente falleció en diciembre de 1999.
un horrible caso que quedará en la
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