En la penumbra de una existencia vacía, donde las esperanzas se desvanecen como susurros en el viento, el ser humano se revela en su verdadera naturaleza. En un mundo que él mismo ha destrozado, camina como un espectro hambriento, ansioso por satisfacer deseos insaciables que lo consumen desde dentro. La tierra, una vez próspera y generosa, se ha convertido en un desierto de desolación y miseria, resultado de su avaricia y su insaciable hambre de poder.
Las ciudades, con sus torres de cristal y acero, son monumentos a su egoísmo, donde las almas se pierden en un laberinto de vicios y mentiras. En los callejones oscuros, donde el sol apenas se atreve a asomarse, se cometen actos innombrables, cada uno una prueba del descenso de la humanidad a la barbarie. Los inocentes, aquellos cuyo brillo debería iluminar el futuro, son despojados de su pureza, sus sueños rotos por las manos de aquellos que deberían protegerlos.
Las promesas de salvación, entonadas desde púlpitos dorados, son meras ilusiones, vendidas por quienes se visten con ropajes de santidad mientras sus corazones laten con la misma codicia y lujuria que condenan. Las iglesias, templos de engaño, ofrecen consuelo a cambio de obediencia ciega, cegando a sus fieles con falsas esperanzas y promesas vacías.
En medio de esta vorágine de depravación, nos encontramos a nosotros mismos, conscientes de nuestra propia complicidad. Somos parte de esta maquinaria infernal, cada uno un engranaje en un sistema que devora la vida y la esperanza. Nos miramos en el espejo y vemos reflejada la fealdad de nuestras acciones, la hipocresía de nuestras palabras, el vacío de nuestras promesas.
Somos, en esencia, criaturas salvajes disfrazadas de civilización, avariciosas y repugnantes en nuestra búsqueda de placer y poder. Hemos deshecho los lazos que nos conectaban con la naturaleza y con los demás, prefiriendo la comodidad de nuestra decadencia a la lucha por un mundo mejor. El dolor de esta realización es agudo, una herida que nunca cicatriza, un recordatorio constante de lo que hemos perdido y de lo que hemos permitido que nos definiera.
Y en esta desesperanza, nos preguntamos si hay redención, si hay un camino de regreso a la luz. Nos aferramos a la tenue esperanza de que, tal vez, podamos cambiar, aunque cada día nos hundimos más en la oscuridad que nosotros mismos hemos creado. Somos fantasmas de un mundo que ya no existe, vagando en busca de una paz que nunca encontraremos, porque hemos olvidado cómo ser verdaderamente humanos.
Las ciudades, con sus torres de cristal y acero, son monumentos a su egoísmo, donde las almas se pierden en un laberinto de vicios y mentiras. En los callejones oscuros, donde el sol apenas se atreve a asomarse, se cometen actos innombrables, cada uno una prueba del descenso de la humanidad a la barbarie. Los inocentes, aquellos cuyo brillo debería iluminar el futuro, son despojados de su pureza, sus sueños rotos por las manos de aquellos que deberían protegerlos.
Las promesas de salvación, entonadas desde púlpitos dorados, son meras ilusiones, vendidas por quienes se visten con ropajes de santidad mientras sus corazones laten con la misma codicia y lujuria que condenan. Las iglesias, templos de engaño, ofrecen consuelo a cambio de obediencia ciega, cegando a sus fieles con falsas esperanzas y promesas vacías.
En medio de esta vorágine de depravación, nos encontramos a nosotros mismos, conscientes de nuestra propia complicidad. Somos parte de esta maquinaria infernal, cada uno un engranaje en un sistema que devora la vida y la esperanza. Nos miramos en el espejo y vemos reflejada la fealdad de nuestras acciones, la hipocresía de nuestras palabras, el vacío de nuestras promesas.
Somos, en esencia, criaturas salvajes disfrazadas de civilización, avariciosas y repugnantes en nuestra búsqueda de placer y poder. Hemos deshecho los lazos que nos conectaban con la naturaleza y con los demás, prefiriendo la comodidad de nuestra decadencia a la lucha por un mundo mejor. El dolor de esta realización es agudo, una herida que nunca cicatriza, un recordatorio constante de lo que hemos perdido y de lo que hemos permitido que nos definiera.
Y en esta desesperanza, nos preguntamos si hay redención, si hay un camino de regreso a la luz. Nos aferramos a la tenue esperanza de que, tal vez, podamos cambiar, aunque cada día nos hundimos más en la oscuridad que nosotros mismos hemos creado. Somos fantasmas de un mundo que ya no existe, vagando en busca de una paz que nunca encontraremos, porque hemos olvidado cómo ser verdaderamente humanos.